FTI, el tercer turoperador con más volumen de negocio de Europa, se declaró en quiebra el pasado lunes y un viejo fantasma recorrió Canarias. 32 hoteles y 1.500 empleados dependían, hasta el otro día, de la compañía alemana, que deja un quebranto millonario en el Archipiélago. Su caso recuerda a la bancarrota de Thomas Cook, un gigante que en 2019 dejó tirados por medio mundo —incluido Canarias— a unos 600.000 turistas.
Entre uno y otro caso, las Islas registraron, además, algo inimaginable: un cero turístico, con hoteles, playas, apartamentos, piscinas y bungalows vacíos por culpa del COVID19. Eso ha ocurrido en apenas cinco años, un lustro que debería servir para recordarnos la fragilidad de la principal industria de Canarias, el turismo, justo en un momento en el que se discute su modelo e incluso brotan casos de turismofobia.
La ambición de progreso, el deseo de evolucionar para disfrutar de mejores condiciones de vida, y la protesta cívica para provocar que esos cambios lleguen son caminos lícitos en busca de un objetivo final que busca un bien común. Pero igual toca hacer un ejercicio de introspección, asumir también nuestra parte de la responsabilidad. Es hora de exigir, pero también de ser responsables. Este domingo hay unas elecciones y la abstención en nuestra comunidad autónoma apunta a niveles de récord. Luego no valen los lamentos.