En medio del caos se ordena el sentido de lo que no entendemos hasta que pasa el tiempo. Venimos del azar y, sin embargo, en esas leyes de las contingencias, las causalidades y las circunstancias, todo camina hacia un sentido que tiene más que ver con la fe ciega que con la ciencia. Somos versos sueltos en medio de la infinitud del universo, pero versos, al fin y al cabo, que tienen su importancia para que tenga sentido el poema de lo eterno, no solo en nuestra existencia, sino en toda esa combinación de átomos que nos llevaron a ser quienes somos y que es posible que siga escribiéndose donde nosotros ni siquiera nos estamos dando cuenta.
En el fútbol también son necesarios las once posiciones que ocupan los jugadores en el campo, los suplentes, el cuerpo técnico, los entrenadores que han tenido cada uno de esos jugadores y hasta la superficie en la que fueron aprendiendo. Estos días, España nos está dando esas pequeñas alegrías que no cambian el destino del planeta, pero que sí nos sirven para celebrar la vida en lo intrascendente, en lo que no tiene importancia, como no la tenían las victorias en el patio del colegio. El balón, huelga decirlo, es el arjé de la fisis de todo lo que estamos hablando, y es el que al final decide estrellarse contra el poste, entrar en la portería por la escuadra o salirse fuera del campo cuando nos estábamos jugando el destino en la última jugada.
La selección española de 2024 es, sobre todo, un equipo en el que juegan todos los que están en el campo y también los que están en el banquillo y en la grada. Tiene un entrenador que no se mueve en el divismo y que aprendió todo lo que sabe en el oficio diario. A ese entrenador, por cierto, lo vi saltando de alegría en el partido más triste de mi recuerdo futbolero, aquel descenso a Segunda de Las Palmas, después de diecinueve años en Primera, cuando el Athletic se proclamó campeón de Liga en el Estadio Insular con Clemente de entrenador. De la Fuente también sabe de los sinsabores del fracaso, de años sin equipos que entrenar y de los vaivenes de ese azar que mueve al mundo, y quizá por eso tiene tan clara la necesidad de la brújula. Contamos con Lamine Yamal y con Nico Williams, dos milagros, dos pequeños genios que además están haciendo más contra el racismo que cualquiera de esas campañas necesarias para que no perdamos la pista del ser humano y de esos átomos que nos igualan. Contamos también con una plantilla con garantías en cada uno de sus puestos y, además, tenemos ese gol que nos faltaba para que el tiquitaca tuviera un sentido más allá del toque que evite que juegue el otro equipo. Pero, sobre todo, tenemos a Rodri, nada menos que a Rodri, el jugador clave del Manchester City de Guardiola, el que equilibra y le da sentido a todo el juego en defensa y en ataque. Les invito a que vean de nuevo los partidos contra Italia, Alemania y Francia fijándose solo en cada uno de sus movimientos, en su colocación y en la intención de cada una de sus intervenciones. Ese es el factor diferencial del juego de España. Ningún otro equipo de esta Eurocopa tiene un Rodri, yo diría que no lo tiene ningún equipo del mundo en estos momentos, es como si sumáramos a Xavi Hernández y Xabi Alonso en un mismo jugador: tiene el cerebro de uno y la intensidad defensiva y ofensiva del otro, sabe dónde colocarse y marca los tiempos de cada partido. No sé qué pasará en la final, pero sí intuyo que la diferencia entre Inglaterra y España estará justamente en el centro del campo, en ese todocampista que parece que no está, pero que es el que está marcando el norte durante todo el encuentro, el jugador más completo, sin grandes focos mediáticos ni ninguna necesidad de llamar la atención fuera de los terrenos de juego.
Rodri merece el Balón de Oro suceda lo que suceda en la final de Berlín, pero si gana España creo que lo pueden tener más en cuenta. No es jugador de dos o tres jugadas rutilantes e inolvidables por partido: es la regularidad, el pundonor y una calidad técnica que hace posible que todo el equipo esté centrado y sabiendo siempre cuál es el camino cuando se va ganando y, sobre todo, cuando se va perdiendo. Ese jugador que parece que tiene ojos que miran a los cuatro puntos cardinales es la brújula de toda esta alegría que estamos viviendo, el necesario equilibrio para que luego aparezcan los genios.