El éxito, los frutos que se recogen, la experiencia o la serenidad ante cualquier movimiento más o menos sísmico del destino, tiene mucho que ver con el trabajo de los años, no con el paso del tiempo. Al final es la suma del esfuerzo, del aprendizaje, de los errores y de la paciencia lo que nos enseña que no se puede llegar a ningún lado sin aprender primero a dar pequeños e inseguros pasos. Si llegamos a la meta, solemos olvidarnos de aquellos lejanos tanteos de cuando comenzábamos, sin darnos cuenta de que todo en la vida depende de esos cimientos que te mantienen en pie o te hacen caer a las primeras de cambio si son de barro y tu suerte solo es la flor de un día, lo que va y viene como el viento que pasa.
En el fútbol pasa algo parecido. Nos olvidamos que el equipo empieza en el portero y solo recordamos a los que marcan los goles o mandan en el centro del campo, o a aquellos que siguen inventando regates casi imposibles. Siempre digo que el gol de Iniesta no hubiera servido para nada sin las paradas previas de Iker Casillas, o que dos de las mejores selecciones que han existido, la Holanda del 74 o el Brasil del 82, no ganaron por no tener el mismo talento en la portería, y en el caso de Brasil también en el número nueve, la otra punta que decide y que hace que el jogo bonito también logre ser efectivo.
Todo esto que escribo tiene que ver con las victorias de la Unión Deportiva Las Palmas en Barcelona. Hemos recordado siempre a los autores de los goles de las dos victorias épicas del pasado, como recordaremos para siempre a Sandro y a Fabio Silva. Cualquier aficionado amarillo te repetía los nombres de Germán, Niz, León y Gilberto II: pero nunca aparecían los porteros, y el pasado sábado en Montjuic todos sabemos que no hubiera habido milagro sin los dos o tres paradones de Cillessen. Quizá ahora que vemos los partidos en directo tenga más suerte la memoria de los porteros, aunque no es así porque en el caso de la selección seguimos recordando el penalti de Cesc Fábregas o los goles de Torres y de Iniesta como los grandes momentos decisivos.
Cuando escribí sobre la victoria en Barcelona alguien comentó en mis redes sociales que en el cielo debía haber una persona más contenta que nadie. Quien escribía era Boro Betancort, el hijo del mejor portero que ha tenido el fútbol canario. Lo primero que hice fue buscar la alineación de la victoria del 71 y allí encontré a Antonio Betancort, como luego encontré a Oregui en la del 69. Me puedo imaginar los paradones de ambos ante las acometidas de los grandes jugadores del Barcelona y, de alguna manera, también su resignación ante el olvido; pero en lo que escribo no quisiera que fuera así. Deberíamos memorizar todas las alineaciones de las grandes gestas porque el fútbol es justamente milagroso porque son muchas las voluntades y los talentos que confluyen en un espacio tan grande que puede cambiar cualquier destino; pero ese destino, que se llama resultado, depende de alguien que juega solo y que decide, también en soledad, cómo evitar que el balón no atraviese la línea de su portería.
Hay mucha literatura sobre los porteros porque, cuando fallan, también quedan señalados como únicos culpables de algunos cataclismos. Recuerdo el poema Platko de Alberti, donde glosa la figura de un guardameta húngaro, justamente del Barcelona, en una final de Copa de los años veinte del siglo pasado, o El césped de Benedetti, con el partido decisivo del que depende el traspaso de un portero uruguayo a las grandes ligas europeas; pero, sobre todo destaca, El miedo del portero ante el penalti del austriaco Peter Handke. La literatura se fija más en los perdedores y en los solitarios porque suelen atesorar los argumentos más inesperados.
La figura del portero siempre ha sido para mí el principio del cuento de la épica del fútbol. Recuerdo ver saltar a Iribar el Insular, todo vestido de negro, o a Arconada volando de palo a palo ante los disparos de Germán, de Brindisi o de Morete, o a Carnevali, que con sus palomitas sí nos marcó a una generación de niños en el Insular. El portero también somos cada uno de nosotros aprendiendo un día el abecedario o el orden los números y las operaciones matemáticas. Todo lo que hayamos conseguido se asienta en ese cimiento que luego olvidamos. Tampoco hubiera valido de nada el gol decisivo de Fabio Silva si Cillessen no hubiera volado como voló en un par de intervenciones magistrales.