Michael Corleone se da cuenta de que está en un punto sin retorno cuando, en el baño del Louis —un restaurante italiano del Bronx—, tiene en sus manos la pistola que Clemenza había escondido allí unas horas antes. Se lo piensa, pero no duda. Después de todo, su padre —Vito— está herido de gravedad en un hospital después de ser tiroteado por orden de los Tattaglia. Sale al comedor, asesina a Sollozzo y al capitán McCluskey —los socios de sus enemigos— y su vida, a partir de ese momento, ya es otra. Estudiante ejemplar, héroe de guerra, los suyos tenían otros planes para él. Nada, sin embargo, volverá a ser lo mismo. Es su sino: da el primer paso para convertirse en el Don de la familia Corleone, uno de los clanes más importantes de la mafia neoyorquina. “No es personal, sólo negocio”. Nace así, en la gran pantalla, la leyenda de El Padrino.
En Sicilia, la isla en la que el escritor Mario Puzo fija la raíz de la familia Corleone, hay una expresión que se utiliza cuando el destino elige por ti y no hay nada que puedas hacer para evitarlo: “Chista è a zita, cu ‘a voli sa marita [la futura novia es ella; quien la quiera que se case con ella]”. Pedro Luis Domínguez Quevedo (Madrid; 7 de diciembre de 2001), como Michael Corleone en el baño del Louis, se percató de sino una noche de 2021. Fue durante una jarana con amigos. Al pisar, ya de madrugada, la TAO —una terraza de Las Palmas de Gran Canaria— sonaron de golpe dos de sus canciones, Cayó la noche y Universitaria. Nadie recriminó la selección del dj, nadie protestó, nadie pidió un cambio, nadie dejó de bailar. Nada volvió a ser lo mismo para él, que entró en aquel local como Pedro y salió coronado como Quevedo. Hoy, tres años después de aquello, es una estrella mundial que registra 28 millones de escuchas al mes en Spotify y que por algún lado de casa de sus padres guarda un Grammy Latino.
¿Quién es Quevedo?
Si usted ha habitado este planeta durante los tres últimos años —si no es uno de los replicantes que ha visto atacar naves en llamas más allá de Orión o rayos-C brillar en la oscuridad cerca de la Puerta de Tannhäuser— es prácticamente imposible que no haya escuchado e incluso haya meneado la cadera con alguna de sus canciones. Da igual que usted sea rockero, le guste la ópera, considere el jazz una expresión artística superior o haya intentado convertirse en un ermitaño que tenía como único objetivo huir del reggaeton. Nadie ha escapado a temas como Quédate —pelotazo que firmó junto a Bizarrap y que en verano de 2022 alcanzó una media de 6,8 millones de reproducciones diarias durante las primeras semanas de agosto —, Playa del Inglés, Donde quiero estar, Me falto algo, El tonto, Columbia o La última. Un día, de repente, Quevedo se convirtió en el hombre del momento —con su imagen en Times Square (Nueva York)— a partir de un sencillo plan de cuatro pasos que aparecía en un verso de Y ahora qué —2021 sembrar, 2022 recoger, 2023 coronar, 2024 desaparecer— y ya nadie le pierde de vista.
Pero, ¿quién es Quevedo? “Alguien que, pese al éxito, no quiere dejar de ser Pedro”, recalcan en su entorno, un ambiente donde todos —familia, amigos, discográfica— han convertido el cuidado —y protección— del artista en lo prioritario. Nacido hace 22 años en Madrid, con cuatro años su familia —padre de la capital, madre canaria— se asentó en la Gran Canaria tras pasar por Brasil por cuestiones laborales. En la Isla encontró su lugar en el mundo: clases en el Claret, partidos de fútbol con el equipo del colegio, un corto affaire con el baloncesto —para regresar al balompié— y las primeras rimas en la plaza del barrio. Todo con un común denominador: la compañía de sus colegas, su sostén como guardia pretoriana en la cima del mundo.
Buen mediapunta
Rebuscar en su pasado es dar con alguien con capacidad para destacar en cualquier actividad de la vida. Sus profesores lo rememoran como un buen estudiante —de los que sacaban un seis de media sin demasiado esfuerzo—. En el fútbol, todos lo señalan como el mejor del CD Corazón de María —donde jugaba de mediapunta, era fino en el trato a la pelota e iba sobrado para destacar en las categorías de la base—. De su breve paso por el baloncesto, en las filas del Evecan, dejó el recuerdo de ser un uno atrevido —de los que penetran hasta la cocina— antes de regresar al fútbol —para destacar como juvenil en el CEF Puertos Las Palmas y colgar las botas en un último baile con el equipo del Claret—. Pero si había una actividad en la que Quevedo destacaba era en la de escribir sus rimas para medirse en batallas de gallos con sus amigos.
Aquello que parecía un simple pecado de juventud —lo de componer sus propios versos— anidó con fuerza en su interior sin que muchos le dieran importancia. Esa afición, mezclada ya con el hip hop, se convirtió en pasión. Tanto que, matriculado para hacer la carrera de Administración y Dirección de Empresas (ADE), un día se dio cuenta de que la música era su lugar —“mi futuro no estaba ni en una oficina”, rima en su primer disco— y dejó la universidad. La respuesta familiar ante semejante decisión fue elemental: le señaló la búsqueda de un trabajo para pagarse el sueño. Quevedo trabajó hasta en la construcción y su primer sueldo lo invirtió en la grabación de un videoclip. La jugada no le salió mal: desde aquellos primeros movimientos, acompañados del prefijo 928, hasta hoy la estela que deja en el cielo es la de una estrella.
Familia, amigos, isla
Para no perder perspectiva, para mantenerse con los pies en la tierra, Quevedo no deja de trabajar. Muchas veces, después de cada concierto —en su primera gira vendió todas las entradas que puso a la venta en España y América—, se encierra solo en el backstage para analizar el recital, perfilar los detalles que se pueden mejorar y corregir errores. Lejos del escenario, ahora procura pasar más tiempo con sus amigos. Suele ser el primero en proponer planes y con algunos incluso comparte piso en Madrid —cuando visita Gran Canaria regresa al hogar familiar—.
Después de todo, es ahí donde quiere estar: familia, amigos y Gran Canaria. Dueño del qué pasará.