“La novela es una colaboración a partes iguales entre el escritor y el lector, y constituye el único lugar del mundo donde dos extraños pueden encontrarse en condiciones de absoluta intimidad”. Paul Auster nos contó con esas palabras el sentido de la novela. Era hijo del Quijote, que, como repetía siempre, es un libro inagotable donde encontramos, intemporalmente, todas esas conversaciones necesarias con nuestra propia conciencia. Auster no solo nos enseñó la literatura sino también el azar, todo ese juego de decisiones que uno cree que está tomando y que no son más que el camino de los argumentos que nos esperan en las próximas horas, en los siguientes años o cuando ya no estemos y alguien nos siga escribiendo en otro lugar del multiverso inabarcable.
Esas palabras del comienzo de este artículo las pronunció Paul Auster cuando recibió el premio Príncipe de Asturias. También nos contó en aquella intervención que se había pasado la vida entablando conversaciones con gente que nunca había visto, “con personas que jamás conoceré, y así espero seguir hasta el día que exhale mi último aliento”. Y así fue, porque hace unas semanas nos regaló esa maravilla que es Baumgartner. Ya escribí de ella y del juego que había propuesto Auster contar el dolor de la pérdida de su nieta y de su hijo, y del cáncer contra el que estaba luchando. No habló de eso. Como el fingidor de Pessoa que finge el dolor que en verdad siente, Auster contó la pena de un hombre viudo más o menos de su edad, para exorcizar los miedos, la tristeza y la pérdida que en la novela se cierra con un camino incierto de un hombre herido que sigue andando, confiando en la existencia después de un accidente, un hombre que, de alguna manera, era él a través de un personaje, el mismo que en estos momentos uno puede atisbar caminando entre sombras en busca de otra vida y de otras novelas en algún lugar de la nada.
Nosotros seguimos conversando con Auster. Eso es lo que he hecho en las últimas horas, abrir al azar algunos de sus libros y seguir hablando de tú a tú con él a través de los caminos azarosos de cualquiera de sus personajes. Nunca conocí a Auster, pero tuve la suerte de cruzarme con sus libros hace muchos años. Esas novelas me ayudaron a seguir buscando en la literatura y en la vida con la misma humildad con la que él nos enseñó que escribir era darle sentido al extraño juego de la vida y de la muerte. En un libro maravilloso que recoge las cartas que se escribieron Coetzee y Auster, dos de los autores con los que más he aprendido a contar estos tiempos, uno descubre esa humildad de la búsqueda y del eterno aprendiz que sabe que la próxima página siempre ha de ser la primera página que escriba aunque haya escrito miles de páginas antes, como en cada nuevo día de nuestra existencia, siempre buscando entre las sombras igual que hacía Kafka desde que se adentraba en un relato.
También nos contó Auster que, a partir de los cincuenta años, uno camina con muchos fantasmas por dentro con los que conversa a diario. Y de alguna manera, en las novelas que realmente se acercan al conocimiento humano, seguimos conversando siempre desde esa complicidad que decía Auster que se establece entre el lector y quien escribe. El azar, además, quiso que el mismo día en que me enteré de su muerte viera un documental, desolador y bello, sobre los efectos del fentanilo que protagoniza la fotógrafa Nan Goldin. Se titula La belleza y la muerte, y está ahora mismo en Filmin. La nieta y el hijo de Auster fueron víctimas de esa droga que engancha desde el primer acercamiento y que está destrozando millones de vidas en todo el planeta. Auster escribió hasta el final de sus días, no creo que hubiera podido vivir de otra manera porque era como único entendía el mundo. En Diario de invierno, un libro que tengo como uno de los más necesarios y conmovedores de cuantos he leído, venía a decir que quien escribe solo cura heridas. Él las curó muchas veces, las suyas y las nuestras.