Manolo Blahnik Rodríguez nació en Santa Cruz de La Palma, reside en Bath y vive atrapado, con la ilusión de que la página no termine nunca, en el Palermo que narra el príncipe de Lampedusa en El Gatopardo. La Palma, Inglaterra, Sicilia. Tres lugares dispares, alejados entre sí —distantes desde el punto de vista geográfico; con universos culturales diversos—, pero con un detalle en común: son tres islas. ¿Casualidad? No lo parece para un genio al que, además de su trabajo como dibujante de zapatos —así se define—, sólo le gustan los libros, sus perros y la plantación de plátanos de su familia. No vive con nadie, no le gustan las multitudes. Blahnik, en sí mismo, es una ínsula errante en busca de la belleza.
Hijo de un checoslovaco que huyó de los nazis y de una palmera soñadora y con altas dosis de capacidad inventiva, Manolo Blahnik llegó al mundo el 27 de noviembre de 1942. Lo hizo rodeado de la naturaleza exuberante de La Palma —tierra volcánica negra, flores llenas de color, la luz de un cielo limpio y plataneras— en un ambiente familiar en el que se conjugaban la disciplina de un padre políglota criado en la tradición del Imperio astrohúngaro y la creatividad de su madre —capaz de hacerse unos zapatos con retales de chifón o leerle La pequeña Dorrit de Dickens—. Aquel paraíso en el que levantó su infancia era un atolón inquebrantable en medio de la posguerra española, un periodo de carencias en el que el vínculo comercial entre Canarias y Reino Unido permitía en las Islas disfrutar de algunos lujos que estaban fuera del alcance para la mayoría de ciudadanos del país.
Zapatos para los lagartos
Entre esos placeres inalcanzables figuraban los bombones Cadbury, unos caramelos fabricados en Birmingham que eran habituales en la despensa de los Blahnik y que bajo su envoltorio tenían una capa de platina que el joven Manolo empleaba para diseñar y crear zapatos para los lagartos barba azul que habitaban en la plantación familiar. Aquella pulsión infantil quedó ahí —digna de estudio para Sigmund Freud—, pero no marcó el camino académico de un niño inquieto al que sus padres, al cumplir 14 años, enviaron a una escuela de Ginebra (Suiza) junto a su hermana Evangeline.
Los planes de la familia trazaban una vida de orden para Manolo Blahnik: primero, estudiar Derecho; luego, trabajar en las Naciones Unidas (ONU). Eso, sin embargo, no iba con alguien que se gastaba su asignación económica en comprar revistas de moda como Vogue o Harper’s Bazaar. Aburrido de la neutral Suiza y aterrorizado por la posibilidad de marchitarse dentro del traje de un burócrata, con apenas 22 años cruzó la frontera y puso rumbo a París con el deseo de convertirse en decorador. En la capital francesa fue a clases de Arquitectura y Literatura, pero fue como empleado de una tienda de antigüedades donde encontró su camino —como Dorothy al cruzar las baldosas amarillas en Mago de Oz—. Allí conoció a Paloma Picasso y se coló en un ambiente que se agitaba con el Mayo del 68.
Encuentro clave
Sin ningún credo político cuando todos sus contemporáneos se significaban por cualquier causa perdida, el joven palmero saltó a Londres en 1971, una ciudad que entonces, a ritmo de rock, enarbolaba una sola bandera: la de la libertad —personal, mental, sexual—. Por primera vez en la historia, la moda emergía de una capital que no era París: Blahnik estaba en el lugar correcto. Joan Burstein le dio trabajo en Feathers y permiso de residencia. Allí, en aquella tienda de ropa, daba rienda suelta a su extroversión y ejercía como relaciones públicas al mismo tiempo que en la intimidad desarrollaba su faceta como escenógrafo. Animado por Paloma Picasso, viajó a Nueva York (Estados Unidos) para mostrar sus bocetos y de la mano de André Leon Talley fue recibido por Diana Vreeland —entonces editora de Vogue—.
El Blahnik lleno de energía y verborrea desapareció ante un mito como Vreeland: se quedó petrificado en un encuentro que le cambió la vida. La editora de Vogue, tras ver los trabajos del canario, soltó una sentencia que hizo historia: “Joven, céntrate en las extremidades. Haz zapatos”. Poco después, ya de vuelta en Londres, el palmero presentó su primera colección: Quorum Black Magic, una colaboración para un desfile de Ossie Clark. Aquello pudo acabar en desastre —se le olvidó reforzar los tacones de goma con acero en su interior— y las modelos eran incapaces de tenerse en pie por la pasarela. Aquel desliz, sin embargo, no importó. El mundo quería belleza y originalidad y Blahnik se lo dio en grandes dosis.
Primera tienda
Lo que vino después es historia de la moda. En 1973 abrió su primera tienda de calzado, Zapata, en la calle Old Church del distrito de Chelsea en Londres. Meses después se convirtió en el primer hombre que aparecía en la portada del Vogue británico —su abrazo a Anjelica Huston captado por el fotógrafo David Bailey forma parte de la mitología fashion—. En 1977, Bianca Jagger entró en el club nocturno Studio 54 de Nueva York montada en un caballo blanco y con zapatos Blahnik. La lista de clientes famosos creció y creció: una década después Lady Di, Lauren Bacall, Madonna o top models como Linda Evangelista, Kate Moss y Naomi Campbell lo convirtieron en el rey de los zapatos. Todos los diseñadores, Calvin Klein, Óscar de la Renta o Izaak Mizrahi querían contar con su colaboración en las pasarelas de alta costura, pero fue con una serie de televisión de la década de los 90 con la que conquistó el gran mercado.
Cinéfilo empedernido, enamorado de La venus rubia —África, después de todo, está presente en su vida desde su infancia—, de la música de Casablanca y de la adaptación de El Gatopardo, el personaje de Carrie Bradshaw —interpretado por Sarah Jessica Parker— en Sexo en Nueva York convirtió a sus manolos —le pone nombre a todas sus creaciones— en un fenómeno viral. Hoy, Blahnik dibuja a mano sus modelos, fabrica en sus zapatos en Italia —se niega a trasladar la producción a países como China o India pese a la posibilidad de reducir costes—, tiene tiendas en Londres, París, Nueva York, Dubái, Abu Dhabi, Singapur, Tokio, Doha o Kuala Lumpur, envía a través de su web a todos los rincones del mundo y factura al año cerca de 70 millones de euros —datos de 2021—. Todo, con un sólo objetivo: que gente corriente lleve puestas cosas hermosas.