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Cultura

Galdós y el barranco

En Las Palmas, en 2024, la escultura de Galdós sigue escondida al final de un barranco que ya no es un barranco sino una carretera que corta en dos la ciudad de su infancia

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Imagen del asfalto que cubre el barranco de Guiniguada el 10 de mayo de 2024, con la escultura de Galdós al final de la carretera

Escribo el 10 de mayo. Ese día siempre es galdosiano en la memoria literaria. Fue cuando Galdós llegó al mundo en Las Palmas (que aún no era de Gran Canaria) para contarnos cómo seguimos siendo los humanos en cada una de sus novelas. Por eso, cada cumpleaños, Benito Pérez Galdós sigue estando presente, y uno acude un rato al Doctor Centeno, a Misericordia o a La desheredada para revalidar su talento y su universalidad, y también la intemporalidad de sus argumentos.

En Las Palmas, en 2024, la escultura de Galdós sigue escondida al final de un barranco que ya no es un barranco sino una carretera que corta en dos la ciudad de su infancia, una carretera ruidosa, llena de contenedores, con pasos de peatones que seguimos nombrando como si estuvieran los puentes de antaño cruzando el canal de agua y de barro que se perdía en la costa. Ya estuvo escondido mucho tiempo encima de una estación de guaguas, apartado como un vecino díscolo del que avergonzarnos, sin nadie que lo viera. Lo cambiaron para que lo tuviéramos un poco más cerca; pero sigue estando igual de lejos y hay que ir a buscarlo para poder encontrarlo y decirle algo al oído de la piedra de su estatua. En Madrid lo tienes en El Retiro, y casi sale mejor subir a un avión y estar un rato a su sombra, en silencio, que ponerte en medio del tráfico y debajo del solajero en una plazoleta que no transita casi nadie. Lo miramos desde los pasos de peatones, allá abajo, confundido con algún barco con contenedores que tapa el horizonte o con una plataforma petrolífera que en la noche se convierte en una ciudad flotante. El pasado verano estuve en Trieste. Fui buscando el rastro de James Joyce, pero según llegué me lo encontré a pie de calle en el puente del Gran Canal, por donde pasa todo el mundo, como si Galdós estuviera al final de Triana o justo al cruzar eso que seguimos llamando Guiniguada y que duerme vergonzante debajo del asfalto. A Joyce te lo encuentras igual de cerca en la calle O`Connell Street de Dublín, casi la más comercial y la más transitada, no lo esconden como nosotros. Así está Lorca en la plaza de Santa Ana en Madrid, o Valle Inclán en el Paseo de Recoletos, o Pessoa delante de la Brasileira en Lisboa. Todos están cerca, como en sus libros y como en la memoria de los personajes que seguimos reinventando cada vez que los leemos y los revisitamos. Se podía cambiar de sitio a Galdós, pero creo que no hace falta, que lo que urge es que ese barranco vuelva a ser barranco o zona de tránsito para los peatones, con niños jugando delante de la escultura o con jóvenes enamorados besándose por vez primera a la sombra de su presencia petrificada. Mientras dejemos la ciudad así de poco habitable, con todos esos cruces llenos de coches cada cien o doscientos metros entre Vegueta y Las Canteras, seguiremos viviendo de espaldas de nosotros mismos, igual que convivimos con el mar en todo ese entorno de Triana y de Vegueta que Galdós habitó reconociendo el sonido de los callaos de la playa en las madrugadas. 

Uno sueña con que algún día podamos bajar caminando por el centro de una calle peatonal que nos lleve delante de don Benito, para hablar con él en los días grises, para acercarnos como nos acercamos buscando el sosiego o el silencio del sabio. Galdós es siempre un horizonte interminable, un escritor que no tiene final en sus novelas porque lo que escribió sigue contándonos, nos seguimos reconociendo en esa barbarie de la convivencia entre los humanos y de los humanos con sus paisajes. Galdós es un olvido de estatua en la ciudad de su infancia. Quizá algún día, entre todos, logremos por fin acercarlo y no dejarlo siempre de lado, escondido, como si no fuera el grancanario más grande y más importante.