No es fácil detener el agua. Ni siquiera quieta está estática. El agua es movimiento desde que la miramos. La del mar o la de las presas y los estanques. Y mirando el agua nos miramos también hacia dentro, entendemos nuestras mareas y nuestra inevitable condición náutica. Estos días de verano, con cenizas que llegan sobrevolando el océano y calores que nos recuerdan la frágil contingencia del planeta, también vemos a la luna creciendo y removiendo el Atlántico que define a los canarios mucho más de lo que creemos. Tato Gonçalves es una de las pocas personas que conozco que ha logrado fotografiar el agua.
Lo encontraba muy temprano, antes del amanecer, paseando ensimismado por la arena de Las Canteras. Es de los primeros que reconoce cómo despierta la marea y de los que no tiene que mirar ninguna predicción para conocer su altura, sus cambios y hasta la temperatura que hace que la vida siga renovándose en sus fondos. Tato siempre va con la cámara a todas partes y por eso, durante muchos años, ha logrado aquietar atardeceres, aguas o vientos que mueven sabinas o pinares. Estos días expone en el CICCA de Las Palmas de Gran Canaria, y lo hace con un título que define lo que ha buscado en todos estos años: La isla. El agua. Coraza salada/Dulce Corazón. Sabe que la existencia viene de unas esporas que flotaban sin memoria y sin más ambición que seguir navegando. Así entiende la vida y así aprendemos los que estamos todo el rato mirando a las aguas. No buscamos respuestas sino ser parte de ellas, confundirnos con sus espumas y su constancia, ir y venir sin más conciencia que saber que estamos viajando.
Pero las aguas de Tato también son las de las presas, las acequias y esas construcciones hidráulicas que tanto nos han marcado a los isleños. El agua de dentro y el agua de fuera, la que tratamos de detener para seguir viviendo y la que necesitamos, salada y sonora, para seguir viajando cuando en tierra ya no queda salida por ninguna parte. Desde algunas alturas, uno puede mirar el agua de una presa y la del océano al mismo tiempo, y en medio se entiende que está la vida, las ciudades, las fincas, los bosques y todo lo que creemos que vamos deteniendo sin darnos cuenta de que no somos más que ese líquido que pasa también en nuestro cuerpo, todo agua y todo tránsito de sueños.
He escrito algunos textos con fotos de Tato. En esta misma exposición, Tato comparte unas palabras que escribí hace años sobre una foto suya en la que un muro azul se termina pareciendo al Atlántico por ese juego de la perspectiva y de la mirada que ha rebuscado siempre desde el visor de su cámara. Nosotros también tratamos de fotografiar el agua muchas veces, pero no logramos la quietud para detener las olas y conseguir que resuenen y que sigan vivas en las fotografías. Tato sí lo logra, y quizá lo consiga porque uno se da cuenta, cuando lo ve llegando a La Puntilla después de recorrer la playa justo antes de que amanezca, de que realmente no hace más que rebuscar en el mecanismo invisible del océano. Recuerdo al niño que fui tratando de entender el movimiento de los juguetes. Los desarmaba y ya me quedaba sin ellos, o perdían el misterio de lo desconocido: Tato lo hace de otra manera, como si pactara con el agua el secreto de su alquimia eterna. Mira, se detiene y trata de enfocar mucho más allá de lo que tiene delante sin dejar de mostrarnos justo lo que estamos viendo. Luego uno mira esas fotos y no puede dejar tampoco de desentrañar el misterio del horizonte y de ese líquido que a veces presientes que sigue navegando mucho más allá de este planeta, como los mares estigios que decían los antiguos que nos llevaban a los reinos eternos.
Pero en color o en blanco y negro, el océano que inmortaliza Tato Gonçalves nos invita a seguir viajando y a seguir buscando con una mirada nueva lo que creemos que vemos siempre. Él sabe que no hay instante del agua que se repita dos veces, lo sabe antes de leer a los griegos o de hablar con los marineros que tanto le han enseñado a mirar con otros ojos ese Atlántico que no termina en la orilla sino en los ojos de todos los que vamos buscando la huella de sal de su presencia. En una exposición de Tato uno tampoco sale igual que cuando entra. El líquido de los antiguos revelados vuelve a enseñar poco a poco el milagro de la imagen igual que cuando amanece cada día casi sin que nos demos cuenta. Tato sigue buscando cada mañana ese momento. Y lo hace en la orilla. Para no perderse.