Sting no sabía que donde cantaba empezaba el camino del Norte mirando a los surferos de El Lloret y oliendo el pescado de las conserveras. Posiblemente, en cualquiera de aquellos viajes fuimos escuchando en los primeros walkman las canciones que, milagrosamente, le escucharíamos más de cuarenta años después. La tarde ya presagiaba la magia con un atardecer de arreboles junto al Teide y con un océano como pocas veces se puede ver a la altura de La Cícer, quieto como un estanque y con una marea tan vacía que enseñaba rocas, casi pecios, como las canciones que iban a sonar en la Plaza de la Música.
El tiempo está claro que es siempre una medida relativa, y que muchas veces se termina escribiendo con tinta invisible. Por Sting no pasa el tiempo. Tampoco por las canciones que cantó con The Police o luego en solitario. Su voz forma parte de la banda sonora de mi adolescencia junto con las voces de Supertramp, Queen o Pink Floyd; pero todas esas voces y su ecos mediáticos los sabíamos muy lejos entonces. Sólo soñando intensamente podríamos presagiar que algún día las escucharíamos tan cerca. Todo empezó con Message in a bottle, tanto la llegada inesperada de los ritmos de The Police a finales de los setenta como el concierto de anoche. En medio estaba la música, y ese mismo náufrago de la canción lanzando botellas al mar en busca de esperanza.
Muchos años después esos mensajes llegaron a la orilla y a partir de ahí nació la catarsis. Hacía mucho tiempo que no volaba tan alto en un concierto. No faltó ninguna de las canciones que esperaba. A Message in the Bottle le siguió el tema que más deseaba escuchar. El inglés paseando por Nueva York era Londres para muchos de nosotros, el sueño de la gran ciudad, la melodía de las calles en las que uno, a ciertas edades, quiere caminar más rápido y más intensamente de lo que, a veces, nos lleva el destino. Y sonaron Every Breath you Take y Walking on the moon, y terminó con Roxanne y, sobre todo, con Fragile, al ritmo que uno intuía que tenían las olas cercanas, al compás de la memoria y la nostalgia, frágiles; pero, con tantos años vividos, que ese cristal efímero de la existencia se volvía casi irrompible cuando la música sonaba y no había más espacio que la eternidad de la melodía que cada cual quisiera escuchar en sus adentros.