Galdós es un horizonte en las calles del centro de Madrid. En La Latina, Maravillas, Lavapiés. Noviciado o Chamberí siempre nos aparece un personaje, una escena, el nombre de un comercio y también los ecos de los pasos de don Benito tratando de escuchar el habla de la gente y de entender el magín de los seres humanos. Cada vez que voy a Madrid, me adentro un rato en algunas de esas calles galdosianas para volver a constatar que esos lugares siguen como hace más de cien años porque el escritor grancanario supo contarlos y contar también lo que no se veía y él intuía detrás de las puertas y de las ventanas. Madrid es una novela de Galdós, una ciudad intemporal cuando se cruzan algunas esquinas y cada una de las palabras con las que ese hombre observador y sabio, comprensivo y crítico al mismo tiempo, supo escribir, página a página, sabiendo que dejaba pistas para que los que llegáramos luego pudiéramos seguir aprendiendo de su magisterio intacto.
Delante de San Cayetano sigue pidiendo Benina antes de buscar un lugar donde dormir en Legazpi o en el Mediodía Grande; en Conde Duque están los Miaus igual de preocupados que mucha gente hoy por quien gobierne, porque de ese azar dependerán los negocios y los trabajos. Isidora Rufete duerme sus sueños de grandeza en el manicomio de San Bernardino y Manso continúa filosofando y apechando las cuestas del Barco o de la Madera que le llevan a su casa del Espíritu Santo. En Lo Prohibido se está contando cómo nace el barrio de Salamanca cuando el metro cuadrado de Velázquez o Serrano tenían como único valor el pasto de los animales; Fortunata merodea la plaza Mayor y Jacinta se asoma tras los visillos de la Plaza de Pontejos, las dos siguiendo la estela de Juanito Santa Cruz, mientras Torquemada se acerca a los que necesitan dinero para hacer negocio con las necesidades ajenas. Alejandro Miquis sigue subiendo por Atocha para buscar la suerte del teatro y Tristana se debate entre casarse con Dios o con don Lope para poder seguir viviendo en esa ciudad que ha cambiado las caras de la gente, pero no el alma de sus calles ancestrales. En la foto que ilustra esta columna uno se asoma a la calle de San Cosme y San Damián en pleno corazón de Lavapiés, y esa pareja que se ve a lo lejos, donde ese barrio desciende hacia Argumosa y hacia el Manzanares, reconozco a Fortunata con Maximiliano Rubín camino de la farmacia de la calle Ave María. En Hilarión Eslava hay ahora un gran edificio con una placa en la que dice que allí vivió y murió Galdós. No se escucha el eco de los ladridos de sus perros, ni tampoco el crujido del picón de Bandama que sembraba en su patio para regresar a casa desde su visionaria ceguera.
Dentro de pocos días, hará ciento cinco años que Galdós dejó de escribir sobre estas calles que sacaron a sus gentes de las casas para despedirlo como se despide a quien logra reinventar a las personas a través de los sueños de las palabras. Y siendo distinta la ciudad, su política y también los rasgos de sus gentes, habiendo más ruido y más habitantes, el alma y el fondo que escribió don Benito sigue presente como si todavía fueran las mismas calles. Esa es la grandeza de su literatura, la capacidad que tuvo para contar la vida más allá del tiempo y de sus contingencias humanas.