Estos días he vuelto a Archipiélago, la magnífica novela escrita por Inger-Maria Mahlke. La leí hace un año y me pareció un desafío, un acercamiento a lo que intuyes que va a quedarse por su calidad literaria, por el mundo que crea y por la propia trama de la novela que editó Ediciones Vegueta con una certera y acertada traducción de José Aníbal Campos. La expedición de Archipilélago tiene 546 páginas y un siglo XX que recorre hacia atrás como una moviola que nos ayuda a situarnos en este tiempo tan desconcertante que vivimos ahora mismo. Esta novela había sido elegida Premio Alemán del Libro en 2018. Y desde la primera lectura no me extrañó este importantísimo premio porque son pocas las veces en las que uno puede adentrarse en un libro con un mundo propio reconocible, vivaz y tan lleno de realidad que engrandece aún más la mentira que pactamos con quien escribe una novela.
Casi toda la trama se desarolla en la isla de Tenerife, desde 2015 (San Borondón) a 1919 (La mar pequeña), con Breton para caminar los años de casi un siglo, con el fútbol, la política, las guerras, el Sahara, las cuitas familiares, los azares, los amores, las muertes y todo lo que va consolidando las historias de las vidas, en este caso la de los Baute y de los Bernadotte; y además todo eso acontece en el espacio de una isla que, paradójicamente, logra contar casi todo lo esencial que sucedió en el mundo entero, consiguiendo que la dimensión humana sea reconocible en cualquier parte del planeta, universalizando lo que cuenta, jugando con el espacio y el tiempo, y, lo más importante, ayudando a conocernos mejor en nuestras ambiciones y nuestras contradicciones.
No es una novela de un lugar: es un lugar en el que se logra contar la novela de cualquiera de nosotros. La documentación es prodigiosa: siempre cuento el detalle del gol de Salcedo en la final de Copa entre el Atlético de Madrid y el Real Madrid. Yo no había recordado ese momento que vi en blanco y negro hasta que lo leí en la novela y me vino el gol y todas mis vivencias de entonces; pero es que ese gol se marcó en 1975, antes de que naciera Inger-Maria Mahlke en 1977: su trabajo de documentación y su capacidad para destacar los grandes hechos y lo aparentemente nada trascendental de la historia, nos permite ir abriendo espacios de luz a quienes leemos, tanto con lo que vivimos, como me pasó a mí con ese gol, como con los hitos que nos han contado que fueron marcando muchos de los años del pasado. Todo se vuelve ficción gracias al oficio de una escritora que maneja la urdimbre de la narración y sus tiempos. Ya he dicho que he vuelto estos días a Arhipiélago, en este caso con una lectura a salto de mata, y de nuevo, como cuando seguí el camino, página a página, vuelvo a encontrar el bendito prodigio de la magia y de quien sabe en todo momento cómo armar el rompecabezas que vislumbra en su cerebro antes de corporizarse en palabras.
Lo pensé y creo que lo escribí en alguna parte en aquella lectura primera, dije que este libro venía para quedarse y para ser un clásico, en Canarias y fuera de Canarias. En Alemania está más que reconocido, aquí nos costará un poco más porque, por desgracia, la cultura aún tiene muchas asignaturas pendientes. También comenté con mucha gente que para mí era una de las novelas imprescindibles para entender la vida de estas Islas en el siglo veinte, la influencia de los puertos y de los ingleses o el caciquismo atávico que se asemeja a esa tarosada que parece que no moja pero que nos empapa de arriba abajo sin que nos demos cuenta. También se hace grande contando lo aparentemente pequeño que va engrandeciendo la existencia, la literaria y la humana, o el cruce necesario de ambas para no extraviarnos y encontrar algún atisbo de nosotros mismos en los personajes literarios. Hay que leer Archipiélago para no perdernos, para entendernos un poco más, y para querer seguir leyendo novelas por mucho que algunos se empeñen en apartarlas de la vista y del alma de la gente.