Redacción AH

Opinión

El loco del Valbanera (Testimonio de un sobreviviente del último viaje)

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Pues sí, señor; así, anciano como me ven, yo, Eugenio Rodríguez*, soy uno de los sobrevivientes del último viaje del “Valbanera”. No, del naufragio no, porque todo el mundo sabe que de ese no se salvó ningún cristiano; es que mi padre se bajó conmigo en Santiago de Cuba, por una simple corazonada.

Salimos de Canarias más de mil doscientas personas, entre pasajeros y tripulantes, el 21 de agosto de 1919 rumbo a América; en ese barco que daba viajes de un lado a otro del Océano, y a Santiago llegamos, desde Puerto Rico, el día 5 de septiembre. Yo tenía solo nueve años, pero recuerdo perfectamente que era una bella mañana, sin señales de ningún ciclón, ni de mal tiempo, y que en el muelle había mucho ajetreo; además de la mercancía que estaban descargando, comenzó a descender una avalancha de gente, de manera inesperada, como cuando un montero abre la puerta de una vaquería y las bestias salen sin control, como decimos nosotros los isleños: a la desbandada. La verdad es que mi padre y yo, no íbamos a descender, pues teníamos pasaje hasta La Habana para ver si encontrábamos a mi tío, el hermano de Papá, que trabajaba en una revista y le había prometido ayuda hasta que pudiéramos asentarnos en algún lugar; pero oigan, la providencia es tremenda y pasó lo que estaba marcado en nuestro destino.

Recostados a la baranda del barco y viendo tantas personas bajando por las escalerillas, el viejo dijo: —“Tengo una corazonada: vamos a quedarnos aquí, porque nosotros no estamos marcados para llegar a La Habana; recoge tus cosas que esto ya está decidido.” Y con la misma, se fue para donde estaban otros conocidos suyos de Tenerife; con ellos, que también iban para la capital, Papá había hecho una gran amistad durante el viaje. Cuando yo vi a aquellos hombres salir disparados para los camarotes, comprendí que la cosa era en serio; sin pensarlo dos veces, corrí detrás del viejo, que era el mayor del grupo y algo así como el padre de todos en aquella aventura, y al poco rato estábamos en cubierta, con nuestras maletas bien cerradas y enfundados en nuestras mejores ropas. Entonces fue que se presentó el problema: Benito traía un inmenso baúl que estaba guardado en una de las bodegas, con los equipajes que iban para La Habana. Papá buscó al encargado y este se negó. —“No, señor” –le dijo el marinero–, “si usted quiere bajarse aquí, hágalo, pero yo no remuevo toda esa carga; se la entregaré solo cuando llegue a la capital, pues esas son las órdenes que tengo.” Y con la misma, viró la espalda y se fue caminando. Papá lo volvió a llamar, pero el hombre no cedía de ninguna manera. En una esquina, triste, Benito les rogaba a sus amigos que descendieran, que él se quedaba, que de ninguna manera podría trastornarle su decisión. Pero Benito, según Papá, era “un pan con dientes”, y él no lo dejaba atrás por nada del mundo. —“Por donde salga uno, salimos los nueve”, —dijo, y con la misma les pidió a todos que revisaran sus bolsillos. Al momento, tenía un puñado de monedas en la mano; era todo el capital financiero del grupo, pero no era momento para andar con miramientos.

Con aquel dinero y casi sin intercambiar palabras, convenció al marino. Fuimos los últimos en bajar en el Puerto de Santiago de Cuba, y para entonces ya la policía estaba alertada y desconfiaba de aquel descenso masivo. Pero a “río revuelto, ganancia de pescadores”, y pudimos escabullirnos entre tanto desbarajuste. La verdad que “la yagua que está para uno, no hay vaca que se la coma, ni isleño que la recoja”; lo menos que pude imaginarme, cuando el “Valbanera” levantó las anclas, era que en el viaje hacia La Habana aquel tremendo barco iría a parar al fondo del mar con todo su carga humana y que nos habíamos salvado “por un pelito”, de aquel ciclón que se acercaba de manera traicionera.

Imagínense; mi tío Esteban nos estaba esperando en La Habana y casi se muere de dolor cuando se perdió el “Valbanera”, pues creía que habíamos muerto. Apenas Papá le telegrafió desde Cabaiguán, él prometió reunirse con nosotros y vino a vernos al cabo de unas pocas semanas; ese día llegó muy alegre, nos abrazó y empezó a hacernos cuentos de lo sucedido allá en el puerto, donde los familiares esperaban angustiados y sin saber qué hacer.

Entonces fue que habló del hombre que se había vuelto loco; eso nunca se me ha olvidado, fue algo terrible. Pasados muchos años, y cuando mi tío, muy viejo, era ya un habanero aplatanado, volví a preguntarle por el tema. Se llenó los pulmones de aire y con la instrucción y la gracia que tenía para referir las cosas, me contó la triste historia, tal y como había sucedido: —"Aquel desafortunado se llamaba Manuel; apenas se acercó a la costa, pensó que estaba soñando. ¿Qué hacían aquellos enormes fragmentos de concreto sobre el asfalto, como si la mano de un gigante, removiéndolos de su sitio, los hubiera arrojado tierra adentro? Caminó lentamente en dirección al muro del Malecón, pero con mucha prudencia, pues el mar aún mostraba parte de la furia desatada el día anterior e inundaba algunas zonas bajas del litoral.

Repasó lo que acababa de vivir: nunca se había encontrado entre la lluvia y el viento de un ciclón –en este caso un enorme huracán– y era lógico; en Canarias solo existían volcanes. Recordó el “Chinyero”, diez años antes, en su natal Tenerife, con sus estruendos, su intenso humo y su materia incandescente; pero una cosa era cuidarse de la lava trasladándose a un lugar seguro y otra era verse en medio de la cólera de los elementos, de poderosas ráfagas que son capaces de levantar techos y árboles, y de un mar embravecido que ataca sin cesar, como si aprovechara su fuerza circunstancial para anexarse algo que no le pertenece o que por lo menos, puede tomar sin el consentimiento de los hombres.

Mientras amanecía, aquel 10 de septiembre de 1919, volvió a pensar en la astucia del capitán del “Valbanera”. Era un marino experimentado, con viajes hasta la Argentina en la misma Línea, guiando el prestigioso “Balmes”, y con seguridad habría encontrado un refugio seguro para el barco, mar afuera, lejos de la peligrosa bahía, pues la noche anterior, en medio de la oscuridad y del azote de la naturaleza, era imposible intentar la entrada; él, personalmente, había observado sus luces e imaginaba la angustia de los pasajeros al conocer que la Capitanía del Puerto de La Habana no le había concedido la autorización, por temor a que las enormes olas lo lanzaran contra las rocas de la costa. Trató de rebuscar en el horizonte, con la convicción de que la inmensa silueta negra del buque aparecería ante sus ojos, o que, cuando menos, se dibujaría, imprecisa, en la lejanía. No había dormido nada luego de conocer que el barco no entraría en la bahía durante la noche; su decisión había sido permanecer en vigilia, en un sitio cercano, hasta la mañana siguiente, y ni siquiera las blancas sábanas y el cómodo colchón que lo estaban esperando en la habitación de la casa de huéspedes, lo hicieron cambiar de idea. Para él no existía en el mundo material nada más sagrado que su familia y Dios era testigo de ello.

Cinco días atrás había desembarcado en el puerto de Santiago de Cuba, precisamente de las entrañas de aquel navío de carga y pasajeros llamado “Valbanera”, que lo había traído a la Mayor de las Antillas junto a toda su familia. Asimilando su estado de emigrante y con el deseo de preparar las condiciones para cuando los suyos llegaran a La Habana, había decidido adelantarse y tomar el tren desde Santiago a la capital cubana, dejándolos a ellos a bordo; de esa manera, procuraría un buen hospedaje para cuando su esposa y sus ocho pequeños hijos desembarcaran cuatro días después. Entonces pensó que no tenía por qué preocuparse, que eso del ciclón era solo un imprevisto que se solucionaría en horas. Le causó hasta gracia recordar que, el día cinco, nadie presagiaba ese fenómeno en Oriente, ni siquiera el tiempo amenazaba lluvia y hacía una mañana magnífica; solo el día anterior, la prensa habanera había comenzado a difundir noticias sobre el presunto temporal y acerca del peligro que se vaticinaba para la navegación.

A su lado había comenzado a notar a algunas personas, que, nerviosas, formaban pequeños grupos. En medio de sus pensamientos, no había advertido que estaba acompañado, que la llovizna y los golpes de viento los compartía con otros, como la noche anterior, con personas que como él, se congregaban también cerca de la costa buscando ansiosamente con la vista, alguna señal del barco. Entre los numerosos individuos que tan temprano habían desafiado las inclemencias del tiempo, podían encontrarse familiares de los pasajeros y tripulantes, vecinos, curiosos, agentes de viajes, autoridades portuarias y otros, que, preocupados por la suerte del trasatlántico que la noche anterior, en medio de la furia del tiempo, había tenido que retroceder y desechar el anhelado atraque, esperaban verlo acercarse con su preciosa carga humana.

Junto con los claros del día comenzó a aumentar la preocupación, pues ni en el mar ni en el horizonte se apreciaba barco alguno. ¿Cómo era posible que no estuviera cerca? ¿Tanto había avanzado mar afuera para protegerse de la furia del ciclón, que aún no había tenido tiempo de regresar? A media mañana, todo el litoral parecía un hervidero; centenares de inquietas personas se movían de un sitio a otro; los señores Santamaría y Sáenz, Agentes de la Compañía Naviera, eran asediados constantemente y los vendedores de periódicos pregonaban sus titulares. Cerca de Manuel había pasado un chico, anunciando a viva voz los cintillos del Diario de la Marina, relacionados con el azote del ciclón en la ciudad y los daños causados por el mismo. Los partes del Observatorio de Belén se sucedían. 

Por la tarde, la desesperación se adueñó de Manuel; un fuerte dolor de cabeza lo atormentaba y no se preocupó por la falta de comida desde el día anterior. No conocía a nadie en La Habana, ni siquiera había tenido tiempo de llevar la recomendación que traía desde Tenerife, para la Asociación Canaria. Fue, como uno más, a las oficinas de la Casa Consignataria, pero no pudo acercarse a menos de cinco metros de la puerta porque la muchedumbre no se lo permitía; realmente, la situación del vapor constituía en ese momento la preocupación mayor de todos los habaneros y una sola pregunta colectiva flotaba en el aire: ¿Dónde se encuentra el “Valbanera”?

Centenares de personas pasaron la noche en los portales y en los bares frente a la Capitanía del Puerto, donde las escenas desgarradoras se sucedían una tras otra. Al día siguiente, los periódicos ofrecían angustiosas noticias sobre la suerte que habría podido correr el vapor español y la ansiedad reinante en la capital. Se referían a un radiograma enviado el lunes, avisando que llegaría al puerto por la noche o en la madrugada del martes y sobre la respuesta de las autoridades, de postergar su entrada debido a las inclemencias del tiempo. Se afirmaba que los vigías del Morro habían divisado al “Valbanera”, pero desde ese momento, no se tenía noticia alguna. También informaban que era inexplicable que el barco no hubiera anunciado su posición, por medio de radiogramas, a no ser que el ciclón hubiera dañado los aparatos de la telegrafía. Lo más preocupante era que, por primera vez, los diarios mencionaban la posibilidad de que el vapor hubiera naufragado.

Entre informaciones preocupantes y esperanzadoras fueron pasando los días y hasta barcos de guerra de Cuba y de los Estados Unidos intentaron localizar al “Buque Fantasma”, pero este no aparecía por ninguna parte; en medio de la desesperación Manuel se olvidó de comer, de dormir, de su casa de huéspedes, de su aseo personal y hasta de fumar. Después, renegó de la vida misma.

Con el tiempo se fue quedando sin acompañantes en el litoral habanero; sus noches fueron en solitario y ya no tenía noción ni de las horas, ni de los días. Inmerso en su problema, y apartado por completo de la realidad que lo rodeaba, no se enteró de que el “Valbanera” había aparecido, misteriosamente hundido, a solo seis metros de profundidad. El hallazgo, sin vestigios de cadáveres, pero tampoco de sobrevivientes, había ocurrido el día 19, cerca de Cayo Hueso, en un lugar conocido como Bajos de Rebeca, y era todo un enigma digno de los investigadores más famosos. La prensa del sábado 20 se había encargado, sensacionalmente, de divulgar la mala nueva, pero en realidad él no quería escuchar aquella noticia, y si alguien intentó decírsela, no la oyó; simplemente estaba seguro de que su vapor, el “Valbanera”, el de la Línea “Pinillos, Izquierdo y Compañía” de Cádiz, que lo trajo desde Canarias a Cuba con sus seres queridos para construir una nueva vida, aparecería intacto por algún lugar del horizonte, el día que menos se imaginara aquel enorme grupo de incrédulos, hartos a más no poder de telégrafos, periódicos y estaciones de radio.

Pero pasó el tiempo, y Manuel siguió vagando solo, de manera perenne, entre el litoral que va desde el Castillo del Morro hasta las costas de El Vedado habanero, aferrado a un rayo de esperanza, con su creencia a cuestas. Y fueron días, semanas, meses y años de plegarias y espera, hasta que sus ropas se convirtieron en jirones, su barba y su pelo –ya blancos– crecieron casi hasta el suelo y su piel se pegó a los huesos. Para todos era un demente, pero él estaba convencido de que aquel mar, que le había robado a los suyos, era el único capaz de devolvérselos.

Un día, ya anciano, lo encontraron muerto sobre el diente de perro de la costa, pero aun así, sus ojos abiertos miraban, esperanzadores, hacia la inmensidad del mar”.



*Natural de La Palma. Fallecido en Cabaiguán, Cuba. Entrevista realizada en 1996 y novelada tiempo después.