Creemos que no pasa nada cuando está pasando todo, y casi siempre pasamos de largo ante lo que realmente debería detener nuestros pasos. En la última película de Wim Wenders, uno cree que no está sucediendo nada cuando el protagonista hace todos los días lo mismo, pero poco a poco te das cuenta de que cada día día es diferente, y de que la luz a través de las hojas de los árboles, o las nubes que dibujan formas en el cielo, son el gran acontecimiento ante el que no solemos detenernos. Y luego están las sombras, el juego de sombras que se persiguen y que siendo nuestras cumplen un destino diferente, el que la luz quiera o el que depende de la posición de nuestro propio cuerpo. La quietud es también un gran acontecimiento, y la contemplación de la belleza, podríamos decir que Perfect Days va justamente de eso, de la contemplación sin alardes, ni ditirambos, de la belleza diaria del amanecer, de los árboles o de cada paso que se da cuando se sabe de la importancia de cada pequeño avance en el camino de la existencia.
La película transcurre en Tokio, pero la soledad es la misma en todas partes, aunque es verdad que es más descorazonadora en las ciudades de grandes rascacielos y muchas prisas por llegar casi siempre a ninguna parte. La serenidad del protagonista nos avisa a nosotros, tantas veces alocados corredores que vamos de una reunión a otra, o del trabajo a casa, o viceversa, pendientes solo del palpitar de los semáforos, y ausentes de las miradas de las personas que nos vamos tropezando, de quienes están sentados solos en los bancos contemplando la belleza, o a la gente que pasa, y el cine, en este caso, vuelve a regalar esa magia que te llevas a todas partes cuando acaba la película y buscas en tu ciudad lo que Hirayama, que es como se llama el protagonista, buscaba en las calles de Tokio. Ya escribimos el otro día que ahora mismo Las Palmas de Gran Canaria es una ciudad en donde parece que se quiere esconder la belleza bajo el mal olor y las calles sin barrer y sin regar durante muchas semanas. Lo bueno es que que en los barrios en donde la gente se queja, de repente vuelven a aparecer las cubas de agua y los empleados municipales haciendo su trabajo. No está bien trabajar al toque de la corneta de la queja ciudadana; pero creo que va siendo hora de que cada persona asuma su compromiso con su entorno y demande lo que es necesario para la convivencia, la seguridad, y también para la higiene y la mirada. Si la ciudad huele mal y las manchas de las aceras ya casi parecen fósiles de hace miles de años, difícilmente buscaremos la belleza para solazarnos, y ya el deseado dolce far niente lo dejamos para las ciudades limpias en las que uno puede levantar la vista para descubrir sus monumentos.
Yo sigo escapándome por el mar o por el cielo, mirando hacia el atardecer más allá de La Barra de Las Canteras o la aurora que pinta el cielo desde el barrio de San Cristóbal, otro lugar abandonado por completo a su suerte, destrozado reiteradamente por los últimos temporales. Si miras al suelo, la sombra casi no se ve entre la suciedad persistente. La tenemos que seguir buscando en las alturas o en los horizontes del océano; pero no somos pájaros, ni peces, y tenemos que llevar esa sombra por calles que la ensucian cuando quiere transitar, sutil, efímera y poética, por las aceras. La perfección no existe, pero la belleza, que podemos decir que es lo que más podría aproximarse, empieza por las calles limpias y por el silencio que respete el descanso. Todo lo demás es cacharrería, toletada y carnavales que ya no se parecen nada a los carnavales que volvían más bellas y luminosas aquellas calles que se trazaron buscando el Atlántico.