En El Hierro hay un no sé qué de naturaleza monumental de la que no se puede rehuir o desprender el canario que se precie de su comunidad. Acuarelas, aguafuertes y “electricidad” indefinibles que te acompañarán allá por donde culebrees, entre atajos, carreteras “místicas”, neblinas apacibles y gente franca, directa, formidable,…
En el trayecto en coche sobrevenían como en “travelling” más acuarelas y aguafuertes, más verdes, ocres y bermejos con algunos animales pastando en el paisaje imperturbable. En El Pinar se notaba ambiente vitícola y gastronómico. Probé vinos: pronto empecé a hablar para mí mismo, señal de que aquello era “distinto”. Comenté alguna peculiaridad. Esto era diferente, a fe que lo era.
Me dije: “me voy a venir más a menudo (si puedo), con cuaderno de viaje con páginas en blanco para apuntarlo todo. Para sentarme, y catar y catar, y preguntar porqué este matiz en nariz, porqué este comportamiento en boca; qué conforma esa paleta cromática en los dulces o que es la magia que ‘le echan’ a ese baboso blanco, al verijadiego,…”.
Observé la viña perfectamente preparada y ordenada en un contexto canario –pero que podría ser céltico o del filme de ‘El señor de los Anillos’-. Un trago de un vino de pata –ya había flipado con un vino de ‘solera’ que me había ofrecido en su día el “morineador” local Darvin. ¡Chaaaaaaas!
Algunos que parecen más comerciales casaron a la perfección con la cena en La Posada con los contrastes de un blanco a estupenda temperatura con una sartenada de lapas –o dos-; una vieja guisada talludita, incluso un conejo frito estupendo.