Rafael Lutzardo

Opinión

Venanceo: el poeta de la soledad

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Allá por los años sesenta y setenta del siglo pasado, Santa Cruz de Tenerife estaba todavía en fase de evolución como ciudad. Sin embargo, la imaginación y la creatividad estuvieron siempre presentes en personajes pintorescos como el poeta popular Venanceo. Recuerdo verle en muchas ocasiones caminando por rincones de aquel Santa Cruz que miraba al mar. Quienes le conocieron cuentan que, de los personajes singulares de la ciudad, el más urbano, servicial y educado (salvo licencias literarias) era Venanceo, que trabajaba de limpiabotas.

Solía llevar sus versos al periódico vespertino "La Tarde", dedicados a su amada Lorena. Venanceo era hermano de don Urbano, recordado director del Banco Hispano Americano, un hombre que vestía con pajarita y traje inmaculado, muy querido y respetado entre sus clientes. Entre las múltiples anécdotas del inolvidable personaje destaca una donde don Belisario Guimerá, exalcalde de la ciudad, se reunía todos los domingos al mediodía en la plaza de la Candelaria a intercambiar ideas sobre Santa Cruz con don Víctor Zurita Soler, el inolvidable periodista y director del desaparecido "La Tarde". 

En una ocasión, tras la reunión dominguera y de regreso don Víctor a su casa para almorzar, al llegar a la altura de los cafés Cuatro Naciones y La Peña, muy concurridas sus terrazas a esas horas, Venanceo le pidió que le diera su bendición. Accedió el periodista, en funciones de monseñor, entre los aplausos de los presentes, casi todos ellos comerciantes y empresarios, a los que don Víctor correspondía, sombrero en mano.

También solía frecuentar el Bodegón La Viña del Loro, que servía como refugio y confesionario, donde cientos de personas acudían para beber un vino a granel y establecer diálogos, matar las penas y soledades de una época que tuvo luz y oscuridad. En ese escenario, y con un vino “peleón”, quedaron muchas rimas de los versos del recordado Venanceo. El periodista Ángel Morales relata que “transcurría el paso de la procesión de Semana Santa por la calle La Rosa. Entre los asistentes se encontraba Venanceo, impertérrito y respetuoso. A la altura del protagonista, los capuchinos le susurraban: “Venanceo, Venanceo”, quien no pudo aguantar más y respondió: “Son todos unos fariseos, sepulcros blanqueados”. Según consta en las hemerotecas, el poeta popular, que decía verdades como puños, le cantó en una ocasión a una mujer: 

Cuando te vi, fue de noche, y el oscuro me engañó.
Luego te vi de día, y eres más fea… 
que la madre que te parió.

Manuel Mora Morales comenta que “de él no nos queda mucho, excepto el recuerdo que unos pocos tienen de verlo, aún en las décadas de los 60 y 70, deambulando por la calle del Castillo (donde hacía escala en la librería La Prensa y vendía versos a Paco Martínez, el propietario) y por la Avenida Marítima, metido en el Salón de Fefa, en la calle Miraflores, o asistiendo a cuantos entierros se celebraban en la capital. Andaba componiendo y recitando versos por las calles, durante los años de la posguerra. 

La gente festejaba tanto al personaje como a sus poemas, y no había en la isla quien no lo celebrara. El periodista Carmelo Rivero lo citó en un artículo del Diario de Avisos: “El poeta sicalíptico Venanceo, que piropeaba a las chicas con la voz aguardentosa, "besaría tus pies si estuvieran limpios”, y vendía versos por la voluntad.” Hay quien asegura poseer cuadernos con sus poemas, pero lo cierto es que nadie los ha visto hasta hoy.

Es curioso, pero aún hay personas de aquella generación que recuerdan algunos versos suyos; muchos con un contenido pícaro, como era habitual en la poesía popular canaria:

Eres mi sueño, eres mi ilusión, eres una rosa
brotando… de mi corazón.
¡En el fondo del jardín se oyen terribles voces!
No te preocupes, María, que los perros me conocen.
Tiene Juanita un conejo de pelo rizado y fino,
un conejo tan divino como bonito es su pelo.
Eres bonita de cara y de cuerpo también eres,
amiga eres de las flores y novia mía si quieres.

Cuando recitaba sus poesías en la calle, dicen que las finalizaba diciendo: “¡No te vaigas pa que almorces, mi niño!… ¡Cinco por ocho cuarenta, oíste!”...